1.2024 - Microrrelato: HIERRO Y FUEGO.
—¡Corre!—. Fue la última palabra que escuché. Y corrí con la velocidad que alcanzan las piernas y el corazón cuando el combustible es el miedo. Dejé atrás a todos tan rápido que en muy poco tiempo me encontré solo. Me detuve en seco. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, tampoco nada se movía. Viento, grillos y búhos se apagaron. El bosque perdió su voz. Empecé a temblar. Caí de rodillas. Solo escuchaba mi respiración agitada y el eco de mis latidos en mí sienes. No la vi venir. Y abrió mi garganta.
Desperté en un hospital. No sé cómo llegué ni quién me auxilió. Tengo la cabeza, brazos y piernas sujetos con correas a la cama. Alguien notó que abrí los ojos e intenté moverme y salió corriendo. Dos hombres vestidos de azul me preguntaron varias veces algo que no comprendí. Insistieron. Una mujer vestida de blanco y más alta que ellos intervino, les dijo algo que tampoco entendí y se fueron. Después se acercó y me miró fijo a los ojos. Su silencio me dio un escalofrío. Cerró la puerta del cuarto y me habló. Y entonces me di cuenta: es otro idioma. No lo identifiqué. Apreció otra mujer más baja, vestida de celeste y con una sonrisa amplia en una cara blanca y redonda que inyectó algo en mi brazo izquierdo. Quise gritar. No pude. Dialogaron y sus palabras me llegaron como un eco dentro de una caja de cartón mojada y me dormí.
No sé con exactitud cuánto tiempo dormí. Quizás horas, o días. Lo que sí puedo confirmar es que desperté sin ataduras y grogui. Un aroma conocido me llenó la nariz: carne asada. Soy argentino. Asar está en nuestra cultura, tradición y genes. El olor disparó recuerdos de pibe: ‘estoy en el patio trasero de la casa de mi abuela materna; don Raúl, segundo esposo de doña Blanca, atiza y acomoda brasas, voltea la carne en la parrilla, después se sienta bajo la parra, me sonríe y bebe su Cynar mientras prepara una picada sobre una tabla de madera que tiene grabada a hierro y fuego una leyenda; no logro leerla, o quizá soy tan pequeño que aún no aprendí a leer; me fuerzo a recordarla al menos como un dibujo, sé que está ahí, que algo quiere decirme’.
Los dos hombres de azul me levantaron de la cama sin hacer un gran esfuerzo y me sentaron en una silla de ruedas. Empujado por uno de ellos, atrás dejé el cuarto por un pasillo largo y angosto, de piso, paredes y techo blanco, iluminado por luces amarillentas, fluorescentes y titilantes. Ambos murmuraban y antes de terminar el recorrido estallaron en carcajadas. Abrieron dos puertas batientes con ojos de buey y salimos a un patio grande, amurallado, alto y pintado también de blanco. En las dos esquinas opuestas que cerraban el enorme y rectangular patio se elevan unas discretas torres de vigilancia que calculé de unos seis metros de alto. En medio del patio un tren de mesas serpentea con cuerpo de dominó. Hay también un enorme fuego que ilumina el amanecer de la noche. A las llamas se cocina carne. De pronto el dolor en mis extremidades me sacudió y recordé y reviví con claridad el dibujo hecho a hierro y fuego en mi memoria: ‘Son tus brazos y piernas los que alimentan otras vidas’.
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